LA CANTINA DE LOS DULCES PONCHES DE QUIRIHUE

Coordenadas: 36°16'43.8"S 72°32'33.9"W

Es verano de 1998 y estamos paseando nuestra juventud en un vehículo hacia el sur de Chile, con una parada planificada en Cobquecura, Región de Ñuble. La conexión hacia la costa se hace desde la encantadora localidad de Quirihue en el Itata, particularmente desde la calle Maipú en el su cruce con la Alameda de la avenida Arturo Prat, la famosa Ruta de los Conquistadores (Ruta 126), por donde nos desplazamos.

Antes de enfilar hacia el poniente, sin embargo, nos detenemos por un momento en esa misma esquina de Prat con la vía Maipú, en cuyo vértice se observa una típica cantina huasa con un cartel afuera ofreciendo ponches de piña en un cartelito tipo pizarra. Está justo en la esquina suroeste de aquel cruce de calles, tentando a los mirones. Dos de los cuatro que vamos de viaje, entonces, Coke y yo bajamos hasta aquel misterioso lugar y entramos a sus encantadoras salas ocultas. Los otros dos viajeros nos esperan poniendo un poco de orden en el automóvil en que vamos, y más tarde se arrepentirán de no haber ido con nosotros.

Nos atiende una simpática señora, la patrona. Ahora sé que es doña Ingrid Torres, la conocida y querida locataria de este boliche. Después de servirnos en la barra las cañas de ese dorado elixir de piña, pipeño y creo que aguardiente, las bebemos en el sector de comedores que están al lado de esa misma sala, disfrutando y conversando esos minutos. Era un amplio lugar con típica decoración de campo, muy folclórico y pintoresco, con cuadros en las paredes y objetos antiguos del tipo heredado desde casas solariegas. Un hermoso sitio, sin duda; de esos que cuesta dejar, más aún si se ameniza con esta deliciosa y fuerte bebida que nos alegra las aventuras del verano.

Nos despedimos de doña Ingrid y, a poco de andar ahora por caminos entre bosques hacia la costa, he comenzado a sentir el enorme poder embriagador de aquella pócima. No sabía que los alcoholes sureños pudiesen ser tan golpeadores, y hasta se me traba el habla. Coke sufre los mismos efectos del santiaguino despistado que se mete en cantinas huasas. La pequeña experiencia ha sido doblemente inolvidable por esta razón, de modo que seguiremos hablando de ella durante todo el viaje y aun por varios años más, sin poder olvidar esos geniales ponches de Quirihue. Sólo unos minutos y unas dulces cañas marcan a fuego aquella memoria.

Pasan los años y, a inicios de 2022, estoy regresando a la acogedora y pequeña ciudad. Tengo el doble de edad que en aquella visita de 1998, pero ahora vengo con más audacia encima que entonces: pedaleando desde Santiago en bicicleta, de camino al sur del país otra vez.

Después de un largo rato sin hallar alojamiento y siguiendo las recomendaciones de los taxistas, siempre buenos conocedores de cada localidad, llego a un hostal de la Alameda llamado El Rincón, cómodo sitio ubicado también en el cruce con Maipú, al lado de una gasolinera. Reconozco casi de inmediato el lugar: ahí, justo enfrente, está la misma cantina de mis recuerdos aunque luce diferente. El bolichito sigue ofreciendo sus ambrosías al público, destacando ahora y con un mural en su fachada al ponche de papaya, probablemente hecho con los frutos de los célebres papayares de Buchupureo. Luce algo diferente en este lugar, pero es el mismo en su dirección de Prat 897; no tengo dudas.

Ni bien termino de descargar mi bicicleta y guardar mi equipaje, cruzo la Alameda y regreso al lugar de mis registros mentales. La sala de la barra en el local se ve muy parecida a como esperaba hallarla, pero algo ha cambiado: ya no existe ese salón adyacente con comedores que daban hacia la esquina, ahora reemplazado por un espacio en plena construcción rodeado de lonas y rejas exteriores.

Doña Ingrid llega a atenderme y le confieso recordar que ya estuve aquí, mientras bebo dos de esos ponches fríos de papaya en una simpática copa de cristal. Tienen cierto parecido con otros que he probado en el Valle de Elqui, igualmente sabrosos.

A la anfitriona le sorprende tanto mi memoria como el hecho de que su local haya sido un detalle importante en mi viaje, hace tantos años. Me entero así de que este establecimiento lo creó hacia 1982, aunque por un tiempo lo tuvo arrendado en aquellos primeros años. Por su ubicación y giro, se llamaba Restaurant Alameda, aunque su estilo fue cambiando al de taberna popular y "picada" típica de los bordes de las ciudades, en donde comenzó a ofrecer sus famosos ponches de piña, tuna, papaya, borgoñas y colas de mono, pues disfruta mucho preparándolos. Tampoco faltan en el lugar los vinos y las cervezas, solicitadas por el público de trabajadores y jubilados que frecuentan al local.

La dueña también es una cuequera de corazón y muy relacionada con actividades folclóricas locales, como se observa en algunas de las varias fotografías que están en las paredes, entre yuntas de bueyes y hasta alguna pieza de modelismo naval. Ha ganado concursos de cueca de adultos mayores, de hecho. Aparece retratada también en las imágenes con el aspecto del bar en otros años, algunas de la época en que estuve aquí por primera vez. Aunque mi cámara ya ha empezado a fallar un poco (problema que me acompañó en todo el verano), le pido permiso y tomo unas fotografías actuales de ella y el lugar. Sigue asombrada de mis recuerdos del local, por supuesto, luego de sólo una pasada hace tanto tiempo.

Doña Ingrid está especialmente orgullosa de este negocio: reconoce que, gracias al mismo, todos sus hijos son profesionales. Sin embargo, aún estando dispuesta a trabajar allí por todo el tiempo que la vida se lo permita, la continuidad de la cantina estuvo en franco peligro a causa del fatídico terremoto del 27 de febrero de 2010: acabó destruido todo ese viejo salón de mis recuerdos, y las pérdidas para doña Ingrid fueron tremendas. Incluso estuvo funcionando por algún tiempo un puesto de venta de frutas y verduras llamada A y M, en el espacio ya vacío donde estuvieron esos comedores. Espera que pronto vuelva a tenerlo en pie, con mesas y comensales, una vez reconstruido.

Pasado un ratito, aparecen otros clientes en el local y así creo llegada la hora de retirarme sin molestar más, pero tan mareado como lo estuve en este mismo y exacto sitio hace tantos años, en la flor de la juventud. Esto ha sido un grato reencuentro con mis recuerdos, con mis impresiones del pasado en un sitio y también fue la alegre constatación de que el escenario de un buen momento en mi vida sigue vivo y activo.

La máquina del tiempo ya existe, pues, y funciona a la perfección en la barra de los dulces ponches de Quirihue.

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