DOS SEMANAS EN LA RESIDENCIAL "LA MODERNA" DE VICUÑA EN LOS AÑOS NOVENTA

 

Todo el club, recién llegando a Vicuña, exactamente frente a la casona donde funcionó "La Moderna", nuestro lugar de alojo.
Coordenadas:  30° 2'2.36"S 70°42'29.16"W
Sucedió en 1993, luego de una "avanzada" de amigos que hicieron buenas migas con varias jovencitas de la ciudad de Vicuña, en el corazón del Valle de Elqui. Ellas mismas nos consiguieron un lugar "bueno y barato" para ir a aterrizar en las siguientes dos semanas de vacaciones. Lo de "bueno" era discutible, pero barato sin duda.
Se trataba de la residencial "La Moderna" ubicada en una muy antigua y pintoresca casa solariega hacia la esquina de calle Gabriela Mistral, la misma que sale desde un costado de la Plaza de Armas de la ciudad. Nuestro refugio se encontraba haciendo esquina con calle Baquedano.
Esta cuadra se encuentra, a su vez, muy cerca del Museo de Gabriela Mistral (en el terreno donde nació la poetisa) y el Solar de los Madariaga, por lo que es común ver una gran cantidad de turistas nacionales y extranjeros circulando por allí hasta nuestros días. Hacia el fondo de ella se iban volviendo las casas cada vez más rústicas en esos años, con aspecto campestre, por lo que nuestro sitio era atractivo para los interesados en el costumbrismo y historia urbanística de la zona.
Recién llegados, cuando la habitación de extrañas paredes rosas aún lucía ordenada.
"La Moderna" era un hostal de largos pasillos y un pequeño jardín central rodeado de ventanales. Los pisos eran de antiguas maderas siempre crujientes bajo cada paso, y los muros de adobes centenarios. Un lugar de varias galerías, me parece que adaptado al servicio desde esas casas patronales antiguas convertidas en residenciales.
Había dos comedores y varios baños, pero nosotros usábamos el del pasillo principal. Solía encontrar allí entre las mesas siempre un gordito comiendo cazuela con ají sobre uno de esos manteles de plástico y rayas cruzadas, pues parece que era, con los porotos, tallarines y humitas, la especialidad de la casa, servidos por una señora con delantal que paseaba todo el día por la casa. Un señor chico y rechoncho, con zapatos gruesos amarrados con alambres, hacía algunas labores de aseo y trabajos de carga. Viejas tinajas, plantas en grandes maceteros, artículos de campo y hasta atractivas rocas con fósiles decoraban el interior del establecimiento.
Nuestra habitación, justo frente al comedor, era grande y de techo muy alto, aunque la distribución entre camas y colchones se nos hizo dificultosa para la cantidad de pasajeros que las ocupamos. Carente de ventanas, se calentaba como horno en las mañanas calurosas y tenía una pequeña ventanilla por la que nos entreteníamos escrutando silenciosamente a las bellas turistas que algún par de veces aparecieron en el lado de ese comedor. En principio estuve de acuerdo en dormir en el suelo de esta habitación, sobre una colchoneta, pero cuando alguien descubrió una enorme y negra araña de rincón salté a uno de los catres y preferí asilarme en él, aun a costa de usarlo sobre los fierros desnudos.
La habitación también tenía puertas condenadas hacia otras piezas vecinas y era oscura, reducida a la tenue luz de una ampolleta amarilla y sucia. Resabio de esas antiguas casonas donde la circulación se hacía también entre una pieza y otra, sin duda, como sucedía con la casi vecina casona sola de la familia Madariaga, también convertida en pequeño museo local. La pieza, sin embargo, estaba pintada de un curioso color rosáceo cuya intención nunca me pude explicar y que sólo dificultaba más aún la iluminación.
Un "amanecer" cualquiera de esos días... Como a las 13:00 hrs.
Me parece que el dueño se llamaba don René, un viejito de pequeño tamaño y con una pierna completa de palo que dejaba en algún lado cuando salía en la noche a abrirnos la puerta de regreso a su habitación, valiéndose de su muleta y llevando un camisón y un gorro de lana parecido a esos con los que aparecen durmiendo el chancho Porky o el gato Tom en las clásicas caricaturas de niños.
Me provocaba un malestar terrible molestar a don René tarde cada noche, a veces llegando bien enfiestados y no siempre todos juntos, sino en distintos grupos, por lo que tenía que salir de su cama varias veces a recibirnos. Pero él declaraba no sentirse incomodado por nuestros malos hábitos o abusos de capitalinos. De hecho, la única vez que reclamó algo fue porque unos ruidosos obreros que llegaron a alojarse en una habitación vecina a la nuestra, luego de varios días de bulla y borrachera propia perturbando nuestro sueño, consideraron que una noche de risas en nuestra habitación molestaban más, seguramente lesiva a su caña mala, e intentaron plantearnos ante el propietario como los ruidosos profesionales e imprudentes que en realidad eran ellos.
Sí es cierto que metíamos con frecuencia botellas de pisco en la habitación, a veces también de cerveza, aunque procurando que nadie lo advirtiera. Por ello, había verdaderas colecciones de envases contra las murallas, pues es sabido lo barato que resuta este producto en la zona pisquera del Elqui, casi la mitad de lo que costaban en Santiago, haciéndonos sentir en el paraíso. Incluso el primer día empezamos con este ritmo, cuando compramos un gin económico cerca de la residencial, y con el que hice la prueba de encender una tapa llena de su tóxico contenido, la que ardió en un rincón de la pieza diría que por más de una hora, así que optamos definitivamente por las generosidades del pisco de ahí en adelante. Todas las noches terminaban, de esta manera, con largas y extendidas conversaciones al calor de una botella circulando entre nuestras manos.
Sebastián "Chanchito", en el rincón de la habitación que teníamos en "La Moderna", junto a algunas de las botellas acumuladas en los primeros días.
"La Moderna" fue nuestro cuartel durante todo ese tiempo. Tuvimos la precaución de no invitar a nadie hasta esta desordenada e indigna cueva de tantos hombres solos durante esas dos semanas, por supuesto, salvo una vez que una muchacha llamada Andrea me acompañó a buscar algo a ella, creo que unas llaves, y quedó impresionada por el caos de bolsos, ropas, toallas  y botellas vacías que había al interior de ella.
Cada noche planificábamos nuestra diaria agenda del día siguiente en ese cuarto saboreando los destilados elquinos, donde también cocinábamos en un anafre a pesar de las restricciones que prohibían hacerlo, pero el dueño nos dio varias libertades, como se habrá notado ya. Salíamos temprano y solíamos volver tarde, muy tarde, regresando sólo un par de veces entretanto. No faltaba qué hacer para estar afuera: los schops y completos de la plaza, el estupendo pan amasado que vendían por calle Prat, la disco y club "Las Tinajas" o los helados de la "Diavoletto", que quedaba casi vecina a nuestro lugar y que pertenecía a una cadena originalmente fundada en La Serena.
Nos fuimos de "La Moderna" agradeciendo la buena voluntad de su propietario. Nunca más lo vimos: falleció un tiempo después, y la residencial fue puesta en venta, siendo asimilada por otro establecimiento vecino que, en la esquina, ofrecía el mismo servicio. Así se acabó su nombre y desapareció su cartel colgante sobre la entrada, como tantas otras cosas que sucumbieron en Vicuña ante la actualización y el crecimiento de un lugar en pleno desarrollo.
"La Moderna" y todas sus décadas al servicio hostal, no sobrevivieron a la modernidad.

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